Desde hace más de 50 años, los “equipos” Newbery y Pampero se enfrentan todas las semanas sobre una mesa de living. Los protagonistas de este cálido documental son dos periodistas, Rómulo Berruti y Alfredo Serra, que recrean su pasión lúdica ante la cámara.
“Bordenave es un crack”, afirma con irrefutable
convicción Alfredo Serra. “Un goleador nato. Llegó a hacer más de mil
goles. Fue transferido hace años de Newbery a Pampero, un error del que
más tarde Newbery no dejaría de arrepentirse: hace décadas es el
principal baluarte de Pampero.” ¿Newbery, Pampero? ¿Qué equipos son
ésos? ¿Un jugador que hizo más de mil goles? Newbery es el equipo que
dirige (y acciona) Rómulo Berruti; Pampero, el de Serra. Bordenave es
chatito, agujereado y marrón: lo que Serra y Berruti practican es fútbol
de botones. Un clásico de otras infancias, hoy arqueología pura.
Desde hace más de cincuenta años, Newbery y Pampero se enfrentan
todas las semanas, sobre la mesa del living de la casa de Serra. ¿Están
locos Serra y Berruti? ¿Son grandulones, ludópatas o alguna otra clase
no descripta de freaks inofensivos? Lo que muestra Cracks de nácar es a
dos tipos tan entregados a una pasión que pueden recordar con precisión
el día de 1958 (’57, tal vez) en que esa pasión se inició, para ya nunca
más cesar. Tan obsesivos como para salir en busca de botones y después
entalcarlos, lijarlos y encerarlos, cuestión de “mejorar su
rendimiento”. Tan confiados en el simulacro como para ponerle nombre y
apellido a cada “jugador” y reconocer en ellos una característica
distintiva, un talento, un estilo de juego. ¿No se aburren de jugar
siempre entre ellos? Por lo visto, no. ¿Son dos misóginos solitarios,
agarrados a sus chiches de varón? La mujer de Serra, que parece observar
la manía del marido con divertida resignación (“¿qué puede estar
haciendo?”, le dice a alguien del otro lado de la línea telefónica,
mientras Alfredo moja meticulosamente una lija extendida sobre la mesa)
demuestra que no.Setentones, Berruti y Serra son periodistas muy conocidos, que siguen en la profesión. De Berruti se recordará su paso por la sección Espectáculos de Clarín, algún programa de radio más reciente o, sobre todo, aquel dúo televisivo junto a Carlos Morelli, en el clásico Función privada, cuando solían rematar la presentación de una película con alguna libación. Las libaciones siguen, ahora junto a Serra, que en su casa tiene instalado un minibar llamado, como el de Casablanca, Rick’s Café. Serra es dueño de una larga trayectoria, que lo llevó de las postrimerías de Crítica al diario Crónica y de allí a editorial Atlántida, donde desde hace años es, sí, redactor jefe de la revista Gente. Pero está claro, por más que recuerden sus años del Instituto Grafotécnico o repasen su vida profesional en fotos frente a cámara, que lo que de veras los apasiona son los botones. O lo que más les interesa de ellos a Daniel Casabé y Edgardo Dieleke, directores de este documental cálido, íntimo, lúdico, tal vez melancólico, que un par de años atrás se vio primero en el Festival de Mar del Plata, después en el Bafici.
Directores y protagonistas parecen compartir algunas cosas. El sentido del humor, por ejemplo. Serra y Berruti recuerdan, tentados de risa, al faquir que a la vez hacía de bailarín de rock and roll en el viejo Parque Retiro. Casabé y Dieleke intercalan, a intervalos regulares, unos “micros” llamados “Glorias de ayer y de hoy”, dedicados a repasar las trayectorias de Nicasio Bordenave y sus colegas. Bien ritmado, bien filmado y bien montado (la visita al anticuario botonero es ejemplar), Cracks de nácar es la clase de documental que se alía con sus protagonistas, permitiendo al espectador hacer lo propio. Si algo no necesitaba Cracks de nácar era ficción, porque dos personajes como Serra y Berruti en buena medida lo son. Por eso hacen ruido, desentonan, tanto la escena en que uno de ellos entra a una habitación a robar botones como el presunto extravío de Bordenave, justo antes de un partido decisivo. Para no hablar de ese clásico Argentina-Brasil en versión botón, tan forzado que a la hora del clímax se disuelve y desaparece, justo cuando nos aprestábamos a disfrutar de él.