Los terrenos de juego.


Estadio de Salto, Uruguay.
Los terrenos de juego respondían a dos tipos: los “elevados” (mesas o tableros) y los “bajos” (suelo). Normalmente, los jugadores estaban habituados a sus terrenos propios. Así, el que en su casa jugaba en suelo, normalmente prefería jugar en suelo  y por el contrario, los que “entrenaban” en mesa siempre preferían jugar en alto. A parte de la costumbre, el jugar en un tipo u otro de terreno era un factor que influía en el juego. Para mí, siempre era más difícil precisar el toque en la incómoda postura de rodillas que dé pie. Por otra parte, el deslizamiento de los jugadores por el suelo siempre era más rápido que por la tabla de una mesa. Yo tenía jugadores que eran titulares indiscutibles en la mesa del comedor de mi casa pero cuando jugaba “fuera”, en suelo, estaban perdidos y tenían que ser sustituidos por jugadores más pesados y voluminosos, es decir, por especialistas en suelo. Además, cada jugador, como es lógico, se tenía mamado su propio terreno –de ahí la ventaja de jugar en casa- y conocía las junturas de baldosas problemáticas para el paso de los jugadores, los lugares propicios para “provocar faltas”, e incluso las zonas adecuadas para que “el balón” se levantara y conseguir goles por alto que eran casi imposibles si se tiene en cuenta que lo que utilizábamos como balón era un botón de camisa. Con 12 o 13 años, comenzamos a coger la fiebre. José Luis, el maestro que nos inició en esta pasión vivía en un viejo caserón frente a Capitanía que ya no existe. Fue en las vacaciones de Navidades del 62 cuando nos llevó a su casa, sacó una caja de zapatos de la cual sacó otras cuatro pequeñas cajitas. En cada cajita tenía un equipo completo. Contaba el muy cabrón ¡con cuatro plantillas completas!. Nos explicó por encima las reglas del juego, y tras trasladarnos al comedor y mover la mesa para dejar el terreno libre, montó el terreno de juego. Se había construido dos porterías maravillosas “Son como las del estadio Bernabéu” decía. Los palos y larguero redondos pintados de blanco con un segmento en negro en la base de los palos. Los hierros curvos y una tupida red blanca ¿conservarán aún esta maravilla?. En un momento, montó un partido de exhibición en el que con su equipo titular, se enfrentó a una selección extraída de sus plantillas suplentes y que manejábamos al alimón el resto de los asistentes, el Chopi, Julio, Juanito, Agustín y yo. Desde aquel día, quedamos atrapados en esta pasión. Hasta el curso 1965-66, el final del bachillerato, las vacaciones de Navidad y Semana Santa eran un desenfreno de torneos. Llegamos a jugar torneos que se disputaban simultáneamente en dos casas distintas, de forma que el que terminaba un partido salía disparado a la otra casa donde le esperaba el próximo rival. Agustín, desertó pronto, se deshizo de su equipo y me regaló un defensa central que era la envidia del maestro José Luis. Me llegó a ofrecer una de sus platillas completas para conseguir su fichaje, pero mi central fue como Cristiano Ronaldo: no se movió de mi equipo.
Finalmente, se establecieron tres terrenos de juego “estables”, el del maestro José Luis, el suelo del comedor de su casa, el de Juanito, en la trastienda del negocio de su padre y la mesa del comedor de mi casa. Lo cierto es que el terreno del “maestro” era huido por todos. Además de la superioridad técnica de José Luis, el tío manejaba las junturas de las baldosas a su antojo y ese hándicap era muy jodido para el resto. El terreno de Juanito era elevado y cómodo pero tenía un gravísimo inconveniente. Estaba rodeado de estanterías y anaqueles de tal forma que si un jugador caía al suelo con cierto impulso, era imposible de recuperar porque no había quien fuera capaz de encontrarlo. Esto obligaba a jugar con toques suaves y sin fuerza. El riesgo era “perder para siempre” al jugador que cayera del tablero. José Luis perdió un extremo izquierda y pasó años sin perdonárselo. Y mi campo. Una vieja mesa de comedor a la que se le abrían dos alas en los extremos. Las alas abiertas tenían un cierto desnivel con la parte central fija, pero con unas cuñas, se podían calzar y corregir los desniveles. Resultaba al final un campo bastante largo, pero algo estrecho en proporción a su longitud. De todas formas, presentaba unas uniones de tablas en el centro con unas irregularidades tales que me especialicé en aprovechar las jugadas de saque de centro (dos toques) para situar el balón en una de las irregularidades y marcar gol por alto en la primera jugada del partido. Las jugadas de saque de centro eran el terror de los contrarios porque no sabían cómo contrarrestarlas: lo importante que era “el factor campo”
Cuando terminamos el bachiller llegó la diáspora. Unos cambiaron de Instituto para hacer el Preu. Otros lo hicimos en el mismo Instituto, otros se fueron a la Marina, otros simplemente se pusieron a trabajar. Y este fue uno de los referentes que marcaron el final de nuestra adolescencia y el comienzo de la juventud.
Todavía hoy, cuando visito la casa de mi padre, llena de ausencias y recuerdos, por los rincones de algunos cajones, aparecen componentes de la plantilla titular. Ahí siguen...¿volverán a jugar algún día?

Anonimo