Ojeador en acción |
En el fútbol con botones la diferencia fundamental, en lo que a ojeadores se refiere, se encuentra en que en vez de recorrer estadios, de lo que aquí se trata es de saquear armarios y cajas de botones de familia y amigos, agotado ese primer filón, explorar las mercerías.
Las mercerías son unas tiendas dignas de ser visitadas, aunque sólo sea como experiencia de la vida. Las mejores mercerías son establecimientos antiguos, de techo alto, estantes hasta más allá de donde la vista alcanza, e insólito orden de cosas tan pequeñas y variopintas como fácilmente confundibles. En su interior el tiempo sigue una marcha distinta, mucho más lenta que en cualquier otro lugar. Y así siempre hay momento para prolongadas charlas del mercero o mercera con cada cliente, por mucho que entretanto se vaya alargando la cola de los que educadamente esperan que llegue su turno.
La clientela de las mercerías está mayoritariamente compuesta por mujeres de una cierta edad y un cierto estatus dentro del organigrama, (llamémoslo así) de sus respectivos hogares. Y esto facilita que la actividad se desarrolle, tanto en cola como en mostrador, con singular elegancia y armonía.
El ojeador de fútbol con botones encaja muy bien en este hábitat. Entra en la tienda, localiza tras de una primera inspección rápida, el lugar en el que las muestras de botones suelen estar a la vista y en perfecta formación, una vez hecho lo anterior, se queda estático y algo extático con el hocico apuntando al frente, hacia su presa, cual entrenado perro de caza, en un punto justo del local desde el cual, sin estorbar la fluida circulación de la fila de clientes, tampoco pierda en ningún momento contacto visual con su objetivo.
El ojeador, reconocido como tal, y como tal respetado y apreciado en seguida por las dependientas de las mercerías, desde su atalaya recorre a partir de entonces lenta y concienzudamente, con la mirada, cada hilera de muestras de botón y valiéndose de su entrenada memoria, va tomando nota mental de aquellos que pudieran merecer luego un examen más detallado.
Una vez completada esa primera lista de posibles valores, el ojeador se pone de nuevo en movimiento, se introduce en la cola, e inicia el avance hacia el mostrador, sumido en sus deportivas cavilaciones.
Ya en el mostrador, el ojeador saluda, y pide, por favor, examinar de cerca los botones que va señalando con el dedo índice, que alarga y estira con el resto del cuerpo, hasta casi tocarlos y la dependienta se los va alcanzando sin prisa, (la dependienta de una mercería no se apresuraría ni aunque supiese a ciencia cierta que el mundo se iba a terminar esa misma tarde). Y con igual parsimonia el ojeador comienza entonces su segundo examen de los posibles jugadores.
Para un botón supongo que éste ha de ser un momento muy emocionante, porque aquí y ahora está en juego todo su futuro: si seguirá siendo botón de mercería, si se convertirá algún día en botón de chaqueta o de abrigo, o si, por ventura se convertirá ya en este preciso instante, en lo que todo botón de pequeñito sueña con llegar a ser algún día: jugador de fútbol con botones.
Pero dejemos a los botones con sus sueños y volvamos al ojeador. El segundo examen, que en este momento ha iniciado, consta al menos de dos partes: una hecha mediante la vista, como la inspección primera, sólo que ahora más de cerca, y una segunda, (fundamental) valiéndose del tacto:
El ojeador avezado ya sólo mediante esa segunda inspección visual más próxima, podrá desechar sin más trámite al botón saltarín, al botón endeble, al botón escurridizo, en fin, a todos aquellos botones que por experiencias pasadas, sabe que no han de dar en el juego el deseado rendimiento. Sin embargo, acerca de otros candidatos incluso un experto como él seguirá teniendo dudas, y es para resolver éstas para lo que sirve la inspección táctil.
La inspección táctil consiste en: primero, sopesar el botón, y luego plantarlo sobre la mesa con su parte más lisa y regular (sobre la que el tirador deberá deslizarse) a la vista. En dicha posición, en el momento de ponerle el dedo encima el botón no debe oscilar ni balancearse hacia ninguna parte. Ha de quedar bien asentado, firme y estable.
Llegados a este punto, ya sólo queda arriesgarse y comprar. (digo arriesgarse, porque evidentemente incluso el mejor ojeador se puede equivocar. Y, al final, cualquiera que entienda un poco de fútbol sabe que el verdadero rendimiento de un jugador sólo se podrá conocer en el campo). Así que el ojeador le echa valor al asunto y pregunta a la dependienta los precios de los botones elegidos. Mira el dinero que lleva en el bolsillo. Y hace un cálculo rápido que le permite saber cuáles son sus posibilidades de fichar en el mercado. Pide entonces un número mayor de aquellos jugadores que por sus características más le hayan convencido y si acaso, si le queda algo de liquidez, pide también uno o dos, por probar, de otros que le hayan ofrecido duda.
La dependienta mete a los fichajes en una bolsita, que hará las veces de autobús del equipo de camino a la casa del ojeador. Después escribe las multiplicaciones parciales y la suma total correspondiente en un trocito de papel de estraza. La revisa y si la dependienta es maja, (que casi siempre lo es) le hace al ojeador un descuento, o al meter en la bolsa el último botón le dice al ojeador: "Este no te lo cobro, te lo regalo". Y el ojeador se marcha para casa más contento que unas castañuelas, o como diría mi suegra, más contento que Chupilla (que no sabe decirme quien era el tal Chupilla, así que tal vez por qué no, fuese un ojeador de su época).
Fútbol con botones y rebote a banda.