Algunos jóvenes de entre 9 y 90 años en el momento en que, dejando atrás iniciales titubeos, se han lanzado con decisión a tratar de triunfar en este bello deporte, me preguntan:
-¿Cómo sabré si mi afición al fútbol con botones es sólida y verdadera y no un mero capricho pasajero?
A todos les respondo lo mismo:
-Hazte un terreno de
juego. Háztelo con un tablero que tenga las dimensiones reglamentarias: 1,80
por 1,20. Y así lo sabrás.
Y es que un tablero de aglomerado de 1,80 por 1,20 es, sin lugar a dudas, objeto perfectamente diseñado para someter a prueba de resistencia y de autenticidad la afición de un botonista, (en realidad lo es para examinar la fortaleza de cualquiera que deba lidiar con el susodicho tablero enorme).
Ya la compra –a la que en este mismo blog he dedicado ya alguna entrada anterior- es aventura que el mismísimo Ulises habría superado por los pelos.
El héroe del botón que consigue superar ese primer obstáculo sale de la tienda portando su tablero en un carrito ad hoc, canturreando o silbando ufano una alegre cancioncilla.
Míralo qué feliz va.
Déjalo que disfrute del momento, pues pronto se dará cuenta de lo inútil de su
conquista.
Aquel bulto monumental
es evidente que no cabe ni en el coche en el que ha venido ni en ningún otro
coche del mercado, a no ser que uno se compre una furgoneta enorme también,
idea que pasa por la cabeza del héroe sin que le parezca tan disparatada a la
luz de su situación actual, en la que se encuentra anclado al tablero y
meditabundo en medio del aparcamiento del centro comercial de bricolaje.-
Al llegar a casa
–suponiendo que logre llegar y que por el camino no haya abandonado su tablero
y, junto con él, declinado continuar con su empresa, expresando este
cambio en su inicial propósito tal vez con un sonoro: -¡A la mierda todo!- los
problemas que el tablero de marras le plantee no serán menores.
Más le vale al botonista tener garaje o trastero, y convivir además con personas comprensivas, porque en otro caso el tablero se convertirá para él pronto en fuente de nuevos disgustos, por mucho que parezca increíble que objeto a primera vista tan simple y estático pueda ser tan eficaz haciendo la puñeta a su legítimo dueño.
Si supera esa segunda
prueba, la del almacenaje, el aspirante a botonista llevará ya mucho camino
andado para convertirse en botonista de verdad.
Ya sólo le quedará
conquistar un espacio en el que tener montado su estadio permanentemente, o, en
otro caso, superar dignamente las labores de montaje y desmontaje
inmediatamente previas y siguientes a cada partido.-
La búsqueda del
espacio permanente hará a nuestro protagonista descubrir que si en posición
vertical el tablero ocupaba una importante extensión superficial, ésta será
insignificante comparada con la que pasará a invadir al tumbarlo, y más si se
contempla como habrá de hacer aun el botonista menos avispado, que alrededor
del estadio deberá quedar un espacio suficiente para que puedan circunvalarlo
los aficionados al juego, entre los cuales, puede haberlos delgaditos como
palillos pero, con igual o mayor grado de probabilidad, puede haberlos también gruesos
como zepelines.
El espacio a
conquistar será, en fin, bastante más del inicialmente previsto, y será
cuestión de esperar atento a las reacciones del resto de los habitantes de la
casa, para saber si se ha encontrado realmente la ubicación ideal:
Un –El tablero o
yo.-, proferido por la mujer del botonista es señal inequívoca, por ejemplo, de
que la ubicación ideal no ha sido hallada y hay que o bien persistir en la
búsqueda, o bien optar por la fórmula de montaje y desmontaje para cada
partido, que, si bien es más trabajosa, puede servir para fomentar el
compañerismo... o todo lo contrario.
Mientras el botonista
ha movido, o intentado mover, el tablero él solo, él sólo también ha sido el
angustiado, arañado, machacado, dislocado, etc., dicho en otros términos “todo
se ha quedado en casa y no hay cuentas pendientes”. En cambio, cuando dos
colaboran para mover uno de estos enormes, pesados y dañinos objetos, los
mismos resultados antes dichos pueden y suelen verse seguidos por otros de peor
sustancia, pues cada colaborador angustiado, arañado, machacado, etc. (que lo
serán ambos y repetidas veces), considerará al otro directamente culpable de su
mal, de manera que el trayecto que se había iniciado entre risas y chanzas
puede acabar fatal, anegado por ese sentimiento recíproco de reproche y rencor.
Autor: Marcelo Suarez