¡Qué complicada, la labor de un seleccionador!
Y
da igual el país, oye: si de los "grandes", peliaguda, por tener que
decantarse por uno u otro entre tanto buen jugador; si de otro
combinado, no menos, porque incluso en las naciones de menor importancia
teórica, ocurre que éste futbolista reúne unas determinadas virtudes,
pero el otro,... el otro le supera en esa otra faceta del juego, y ¿qué
es lo que más va a necesitar el equipo realmente cuando llegue la hora
de la verdad, que puede venir en forma de minuto final en que todos
suben a rematar un córner, o en decisivos segundos de numantina
contención del contrario, o quién sabe en qué forma, de las tantísimas
que puede ofrecer el fútbol, siempre sorprendente aun dentro de su
mecánica aparentemente tan elemental?
Con
los botones sucede lo mismo, si no más agravado. Os lo digo por
experiencia propia, al verme estos días, como seleccionador de la
Pepública botonística de Irlanda, en el brete de tener que
decidir cuáles de los botones de La Martinica van a volar conmigo camino
del Mundial. Todos querrían estar, pero esto no puede ser -les digo-, y
entonces vienen las caras largas, las decepciones. El seleccionador da y
quita al mismo tiempo y en igual medida ilusiones, a sabiendas de que
cualquiera de sus decisiones va a ser injusta. Tantas tardes de
cavilación, tantas noches de insomnio, al final no sirven de nada,
equivocarse, y hacer daño a muchos buenos muchachos, vienen con el
puesto y son inseparables de él.
CORCHETE apunta que,
dado el tamaño de un botón, y dado también que las líneas aéreas no
cobran -al menos de momento- pasaje individualizado por cada uno de
ellos que me acompañe, perfectamente podría llevármelos a todos conmigo a
Barcelona. Que, francamente, no ve el inconveniente.
Ha de reconocérsele a
CORCHETE el mérito de defender a sus compañeros, puesto que dice esto
sabiendo que él es uno de los pocos fijos en mis selecciones, ya que de
ordinario crea un buen ambiente en las concentraciones, une al grupo, y
todo eso. Sin embargo en este caso sus palabras están a punto de generar
un motín. -¡Eso, eso, vamos todos! -exclaman al unísono.
Tengo que
explicarles que la cuestión no es viajar o no. La cuestión es que no
puedo trasladar conmigo hasta la sede del Mundial todas mis actuales
dudas, que tengo que dejarlas aquí, porque luego, entre juego y juego,
ya no habría tiempo para pensar, para decidir alineaciones y hacer
descartes, y acabarían dándome por perdedor de todos los encuentros, de
todos por incomparecencia.
Por si no lo han
entendido, les aclaro que mis dudas son ellos, y que por eso ellos (la
mayor parte) se tendrán que quedar en casa.
Se hace entonces un triste silencio, hasta que lo quiebra una vocecita aguda:
-Llévanos aunque sea
como espectadores -implora un botón pequeñito que se sabe con
posibilidades mínimas de jugar-. Prometemos portarnos bien.
El seleccionador al
final es como un padre, porque los jugadores, y más si de botones se
trata, no dejan de ser niños. Es algo que llevan en el código genético,
y, tal vez, precisamente lo que les permite destacar en el juego.
De manera que el
seleccionador (el del botones, al menos) acaba siempre por viajar los
bolsillos repletos de jugadores de todos los calibres, formas y colores,
y cuando atraviesa el arco de seguridad en la terminal del aeropuerto,
lo distinguiréis porque lo hace sonando como un saco de avellanas, y con
los pantalones cayéndosele, debido al efecto combinado de haber tenido
previamente que dejar su cinturón en una bandejita, y el peso de la
feliz y alborotada carga que transporta en los bolsillos.-
Autor: Marcelo Suarez